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sábado, 8 de diciembre de 2012


El secreto mejor guardado de México

Ramón Cota Meza



Originalmente publicado en Milenio
El Pacto por México firmado por los líderes de tres partidos políticos a iniciativa del presidente Peña Nieto ha provocado aplausos, escepticismo y críticas. Los aplausos provienen de los lambiscones y de cierta corriente de opinión entusiasta de los “acuerdos” como marca de la
vida democrática. El escepticismo proviene de los que no tienen mucho que decir. Las críticas provienen de posturas ideológicas, unas de izquierda, otras neoliberales.
No se ha dicho que el pacto es, en lo esencial, continuación y ampliación de la política y propósitos de los dos gobiernos precedentes. No es este el lugar para compararlo en detalle con el sexto Informe de gobierno de Felipe Calderón; ya habrá oportunidad de cotejar objetivos específicos conforme vayan saliendo las iniciativas de ley. Como es obvio, el nuevo gobierno está interesado en hacer creer que tiene nuevas y muy buenas ideas, así que baraja las cartas de modo que no se vea la continuidad.
Esto no significa afirmar que el pacto es un engaño. Estimo que el nuevo gobierno y los partidos que avalan su programa están comprometidos con lo que firmaron. Ojalá lo consigan y mucho más. Pero no tienen por qué pretender que están inaugurando una nueva era. El nuevo gobierno busca continuar las políticas del anterior pero no tiene palabras para reconocerlo de manera decorosa.
Desde fines del sexenio de Ernesto Zedillo han venido surgiendo políticas diferentes a las dictadas por los centros de poder global sin impugnarlas. El proceso ha sido gradual y accidentado, pero ahora podemos ver que un punto de inflexión fue el rechazo del Congreso a la iniciativa de ley para crear el “mercado eléctrico nacional” en 1998. Las “reformas estructurales” carecían de consenso, así que el gobierno decidió fortalecer a la CFE.
Hacia 2004 diversos líderes empresariales empezaron a demandar al gobierno poner énfasis en el crecimiento del mercado interno con programas de infraestructura. Lo que vino fue una mezcla de inversión doméstica (pública y privada) e inversión extranjera en el renglón. La estimulación del mercado interno siguió abriendo paso, aunque permanecieron ventajas para la inversión extranjera. Los constructores mexicanos protestaron. Al parecer, la disputa se resolvió a su favor.
Lo que inclinó la balanza a favor del mercado interno fue la crisis financiera global en 2008. El avance de la infraestructura, la acumulación de inversión en Pemex y el alto precio del petróleo fortalecieron la capacidad de gasto e inversión del estado, como no se había visto desde el sexenio 1976-82, aunque esta vez con recursos propios y poca deuda externa. Calderón empezó a cumplir el sueño de López Portillo.
El espacio de este artículo me obliga simplificar. Habría que referirse a la revolución en telecomunicaciones, cuyos efectos en la productividad de empresas, gobierno e individuos han sido formidables. Acaso el INEGI no está registrando bien estos cambios, de modo que las cifras oficiales no reflejan el crecimiento real. Sondeos independientes colocan la productividad mexicana en segundo lugar después de China.
El gran impulso económico de la segunda mitad del gobierno de Calderón comprobó que México puede crecer en condiciones globales adversas y sin necesidad de hacer caravanas a la inversión extranjera. Si quieren invertir en México, bienvenidos, pero México está trazando su propia ruta. Esta política ha abierto un nuevo tramo de independencia económica nacional en relación con el pasado inmediato.
Tal es el secreto mejor guardado en México. Ignoro si decirlo es políticamente incorrecto. Lo que sé es que no reconocerlo y actuar abiertamente en consecuencia provoca confusión. Obsérvese que el texto del Pacto por México casi no menciona las expresiones “inversión extranjera” y “reformas estructurales”. Ese discurso empieza a desaparecer del imaginario político mexicano.
Por desgracia permanecen otras obsesiones, como “corregir el déficit fiscal”. ¿No está corregido ya? Todas las opiniones macroeconómicas nacionales y extranjeras concuerdan en que México no tiene un problema de déficit fiscal. No obstante, el gobierno de Peña Nieto se propone reducirlo a cero sin explicar cómo y por qué.
Déficit fiscal cero no significa buen desempeño económico, ni siquiera buenas cuentas públicas. Lo importante es mantener el déficit “a nivel”, es decir, manejable en relación con el resto de las variables macroeconómicas. Si se va a ahorrar en gastos inútiles, qué bueno, pero eso no marcará diferencia alguna. El propósito de conseguir “déficit fiscal cero” es una extralimitación sin sentido económico.
Uno sospecha deseos de figurar o maniobras tras bambalinas para después decir: “Ya eliminé el déficit fiscal, ahora ustedes paguen más impuestos” (como si no los pagáramos, como si los impuestos no fueran ya demasiado altos en relación con el ingreso). Ahorrar y hacer eficiente el gasto público como condición de cobrar más impuestos es buena estrategia, pero las cuentas públicas están bien ahora. No es necesario exprimir más a los causantes.