La historia del empresario neolonés Alejo Garza Tamez, quien se negó a entregar su rancho en Tamaulipas al narcotráfico y lo defendió hasta la muerte, ha conmovido e indignado a la población no sólo de Nuevo Léon, sino de todo el país.
El hombre, de 77 años de edad, murió la madrugada del domingo 14 de noviembre luego de pelear hasta el final en defensa de su propiedad contra un numeroso grupo de sicarios, que le habían dado un ultimátum para entregarles el predio.
Don Alejo no sólo dijo que no, sino que decidió enfrentarlos solo.
La noche del 13 de noviembre, colocó varias armas en las ventanas y puertas de su casa, y cuando llegaron sus verdugos, los recibió a balazos. El saldo final: cuatro sicarios muertos.
Los demás huyeron del lugar, no se apoderaron del rancho, porque pensaron que pronto llegarían los militares y prefirieron huir.
Don Alejo Garza Tamez eligió cómo y cuándo morir. Quizá sin haberlo leído nunca, personificó al gran hombre de Séneca: aquel que no sólo se impone a la muerte, sino que sale a su encuentro.
Según lo contó ayer MILENIO, los malos (zetas, golfos, sicarios, perros de guerra, qué más da) se apersonaron hace dos sábados en el rancho de don Alejo, a 15 kilómetros de Ciudad Victoria, capital del derrumbado Tamaulipas. Le dieron 24 horas para que les entregara la propiedad y se largara. Pero el hombre de 77 años, empresario maderero y cazador, no pensaba rendirse. Quería tener hasta el último minuto la hora exacta de su vida. Sacó a los empleados, aceitó pistolas y rifles deportivos y esperó, una a una, el paso de las 24 horas.
Los malos llegaron puntuales. Don Alejo los recibió a tiros, mató a cuatro, hirió a dos, antes de que, inexorablemente y con granadas de por medio, dieran con él y lo ejecutaran.
Podrá decirse, y con razón, que don Alejo se quería morir. Lo cierto es que los malos no se pudieron quedar con el rancho. Don Alejo les hizo saber con su vida que en su propiedad las cosas se movían más de la cuenta y así les echó a perder el despojo.
¿Un héroe? Para mí, no hay duda, se trata de un civil que en solitario derrotó a los criminales.
Su sacrificio hace más clara que nunca la evidencia de que en el México de la guerra no hay certeza para nadie. Basta la historia de don Alejo para afirmar que la guerra se va perdiendo y que, tal vez, ya esté perdida.
Y hace tentadora la idea de la justicia por mano propia, que muchos alejos parecen estar acariciando en el norte de la República.
Y a esto, añado:
Los resentidos que quieren, por las razones que sea, ver fracasar la lucha contra el narcotráfico, se han reído hasta más no poder de la frase "ridícula minoría". ¿Seguirán riendo ahora, cuando vemos que si hubiera más gente como Don Alejo, este país no estaría secuestrado por la delincuencia? ¿No dice nuestro himno nacional "un soldado en cada hijo te dio"?
La verdad es que el sacrificio de Don Alejo es un revés tremendo para la narcopropaganda, que los vende como valientes, galantes, arrojados, e invencibles. Los muestra en sus verdaderos colores: cobardes y torpes.
Por eso es que me parece lamentable la actitud del señor Levya: toma lo que debió ser un golpe a la imagen del narco -un anciano matando a cuatro delincuentes- como estandarte a su justificación a la invencibilidad de la delincuencia.
Ni siquiera los llama por su nombre: asesinos o delincuentes. Los "malos", les dice, en un desafortunadísimo acto de eufemismo.
¿Menciona siquiera al gobernador de Tamaulipas, (que llegó al cargo sobre el cadáver de su hermano)?
Don Alejo sí es un héroe cuyo nombre debería ser escuchado en toda la nación, no como el patán, fantoche y cobarde de López Obrador