México enfrenta cinco duras realidades con relación al tema de la lucha contra el crimen organizado y la inseguridad: 1. La violencia es inevitable. 2. Tomará bastante tiempo controlarla. 3. No hay atajo, salida fácil, ni solución rápida posible. 4. No existe un “culpable”, porque lo que se está viviendo es el resultado de un proceso histórico. 5. La violencia sólo se reducirá con un gran esfuerzo en dos aspectos: el fortalecimiento y transformación profunda de las instituciones de seguridad y justicia, y un cambio de los ciudadanos con respecto al valor que tienen la ley y el orden en una sociedad democrática. México tiene sobradas capacidades intelectuales y suficientes recursos materiales para resolver el problema, pero ha venido enfrentando dificultades para entender lo que está pasando.
La realidad es que la violencia es simplemente una manifestación del problema; es un indicador de lo que Guillermo Valdés, ex director del CISEN, ha llamado crecimiento de la “densidad criminal”, y que consiste en la suma de: la existencia de organizaciones nacionales y regionales con amplia presencia territorial; el crecimiento de los brazos armados de los cárteles, hasta convertirse en “ejércitos privados”; la expansión de sus sistemas de información y la creciente disponibilidad de armas; la penetración, cooptación o intimidación de algunos sectores sociales, claves para la actividad criminal. Todo ello en un contexto de profunda debilidad institucional y un mercado de drogas —internacional y nacional— cambiante, que afecta sus ingresos.
Detrás de análisis supuestamente sofisticados para demandar el final urgente de la violencia, subyace la idea de que lo mejor hubiera sido evitarse el conflicto y continuar conviviendo con los grupos criminales. En otras palabras: administrar el problema en vez de resolverlo. A esto obedecen ideas como tregua o negociación.
En el fondo, lo que ocurre es que hay una distribución desigual de los riesgos que genera un escenario muy complejo. Para unos la violencia propicia un problema de percepción por el impacto de noticias atemorizantes; pero para otros lo principal son los delincuentes como parte de su realidad cotidiana, ante la cual viven sometidos y humillados. Obviamente, no es lo mismo hablar de convivir con criminales desde Santa Fe, Polanco o la Condesa, que soportarlos en Ciudad Juárez, Nuevo Laredo o Michoacán.
Esta realidad termina dividiendo a las elites del país sobre si era o no indispensable actuar. Un escenario de unidad sólo hubiese sido posible si la amenaza fuera percibida de igual manera por todos, pero esto hubiera implicado actuar hasta que el problema se agravara más, como ocurrió en Colombia.
En ese sentido, decirle a la sociedad que son necesarios sacrificios, tiempo y mucho trabajo para resolver el problema es nadar contra corriente. Lo más sencillo y rentable es sintonizarse con el auditorio, señalar un culpable y presentar ideas populistas sobre la paz que supuestamente resolverían la violencia rápido, con poco esfuerzo y sin mucho ruido. Por ello han tenido tanto éxito mediático enfoques analíticos evidentemente pobres.
Aversión al conflicto
Tiene razón mi amigo Jorge Castañeda cuando en su excelente libro Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos1 habla de un rasgo cultural de la sociedad que él llama “aversión al conflicto”. Dice Castañeda que este rasgo “resulta disfuncional para la incipiente democracia mexicana e impide su desarrollo”. La tesis de Castañeda de “aversión al conflicto” como rasgo cultural mexicano se ha visto reflejada en distintos hechos de los últimos años, como la decisión de no construir el nuevo aeropuerto de la ciudad de México porque un pequeño grupo de habitantes de una comunidad se opuso; también apareció cuando las instalaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México permanecieron tomadas por una minoría de estudiantes durante un año; igual lo vimos cuando el gobierno de Oaxaca fue virtualmente derrocado y mantenido bajo control rebelde durante seis meses. No es casual que se diga que México es la ciudad con la mayor cantidad de protestas callejeras, plantones y ocupación de plazas (algunas durante años) en todo el planeta. Hay, en general, temor a poner orden, no importa cuánto se afecte el interés colectivo, con tal de “evitarse un pleito”.
Lo que Castañeda llama “aversión al conflicto” no es exclusivo de México, se trata en realidad de un rasgo cultural del subdesarrollo, común a otras sociedades. En Colombia, por ejemplo, se referían a ella como la “cultura del atajo”, que consiste en buscar un camino que evite enfrentar —y por tanto resolver— un problema. El Estado colombiano se tomó demasiado tiempo para asumir la responsabilidad de confrontar a las decenas de grupos armados que le disputaban autoridad en extensas zonas de su territorio. Igual que en México hubo quienes en su momento cuestionaron que se combatiera al crimen organizado porque decían que eso generaría violencia. Los costos para Colombia de haber atrasado la decisión de confrontar fue la expansión del problema, 30 años de guerra, más de 300 mil muertos y tres millones de desplazados.2
“Aversión al conflicto” significa administrar problemas en vez de resolverlos, lo que deriva en convivir con éstos hasta que exploten. Jorge Castañeda lo dice de forma más clara cuando dice que los mexicanos “son renuentes a elegir entre polares o binarios. En pocas palabras, queremos siempre ‘chiflar y comer pinole’, o ‘mamar y dar de topes’ ”.3 Los colombianos, al enfrentar mediante campañas mediáticas esta disfuncionalidad, la señalaban como “cinismo” que debía ser superado por el civismo. Es justamente este rasgo cultural lo que conduce a analizar el problema de la seguridad en México desde la lógica de los criminales, en vez de revisar y fortalecer las capacidades propias del Estado y los ciudadanos. Muchas de las tesis que se oponen a confrontar al crimen organizado intentan encontrar caminos para volver pacíficos a los criminales, en vez de fortalecer al Estado para que controle a los delincuentes. Lo primero les luce más confortable que lo segundo porque depende de los criminales, mientras que lo segundo requiere un gran esfuerzo propio. Sin embargo, lo que ocurrió en México es que se agotó la posibilidad de continuar con una seguridad basada en administrar el delito. El control social centralizado, que era el componente principal de ese modelo, se debilitó con la pluralidad que trajo la democracia.
El viejo modelo de administración de los conflictos en su momento fue muy exitoso. México tiene en su historia reciente niveles de represión política comparativamente muy bajos con respecto al resto de Latinoamérica. La cooptación como primer recurso para enfrentar protestas sociales o grupos rebeldes funcionó muy bien y dejó un valioso legado de tolerancia. Mientras los sindicalistas mexicanos se volvían millonarios, los de Centroamérica y Sudamérica eran asesinados. Sin embargo, la cooptación creó redes clientelares, desnaturalizó los movimientos sociales, fomentó la corrupción y volvió caótica la capital y otras ciudades del país. La cultura de movilizaciones y protestas pagadas acabó con su carácter de recurso espontáneo de excepción. Al punto que éstas se han deslegitimado y convertido en un ejercicio clientelar sin ningún valor de presión. La disfuncionalidad de los movimientos sociales y sindicatos estratégicos tendrá que ser enfrentada y resuelta tarde o temprano.
Igualmente, el viejo modelo de seguridad está en una profunda crisis y por ello hay tanta violencia. México necesita mandar al baúl de los recuerdos su viejo sistema de creencias sobre “caudillos que controlaban todo”; “delincuentes armados que eran sólo unos contrabandistas pacíficos” y “policías mal pagadas, poco educadas, corruptas y abusivas que funcionaban”. Ya no queda más opción que sustituir esas ideas, ahora reaccionarias, por un ideario progresista y modernizante sobre lo que implican la seguridad y la justicia en una sociedad democrática. El éxito del documental Presunto culpable es una señal de esa demanda de modernización. Historias similares podrían documentarse sobre las policías, las prisiones, la corrupción, o sobre la complicidad y tolerancia social al delito.
10 argumentos para evadir el conflicto
Han tomado carta de naturalidad en el debate público mexicano al menos 10 argumentos para evadir el conflicto, argumentos de aversión al riesgo y cultura del atajo. Son los siguientes.
2. Se debe priorizar la prevención. La prevención supone actuar antes de una emergencia, no se puede aplicar una política preventiva para evitar lo que ya está pasando. El dilema entre prevención o represión es normalmente presentado como si se tratara de alternativas separadas, cuando en realidad ambas son indispensables para la seguridad. La dosis de una u otra depende del nivel de desarrollo que tenga la amenaza que se está enfrentando. Las políticas sociales no pueden reducir la densidad criminal ya existente y tampoco pueden transformar en buenas personas a los miles de asesinos que ya están matando en las calles. En una situación como la que enfrenta México es tan importante tener suficientes escuelas y maestros para garantizar seguridad en el futuro, como tener suficientes prisiones y policías para garantizar la seguridad en el presente. En otras palabras, no hay manera de evadir el conflicto y evitar la necesidad de reprimir a los delincuentes.
3. Se debe usar más la inteligencia. Lo que la mayoría de la gente sabe de inteligencia viene del imaginario que se construyó con la propaganda de la época de la Guerra Fría. Así que cuando se habla de inteligencia se piensa en superhombres expertos en todo que se infiltran en las filas enemigas. La realidad es, en sentido práctico, bastante más sencilla y, en sentido social, bastante más compleja. La base de la inteligencia es el control social y territorial. Esto es lo que permite contar con redes de informantes y reclutar personas que pueden infiltrarse de forma natural en las filas enemigas, sin necesidad de ser superhombres. Una vez que se tiene ese dominio se producen capturas que permiten reclutar criminales y convertirlos en informantes. Estados Unidos suele tener mucho éxito con los criminales extraditados que al arribar a su territorio se desmoralizan al saber que allí no serán dueños de la prisión. Esto los lleva rápidamente a confesar y colaborar. Pero en México eran los criminales quienes dominaban socialmente en sus zonas y quienes habían reclutado a policías y funcionarios. Con esto podían anticiparse a los movimientos de la autoridad y realizar sus actividades con seguridad. Cuando las fuerzas federales empezaron a disputarles el control territorial y comenzaron a realizarse capturas que permitieron obtener más información para lograr nuevas capturas, se abrió un ciclo ascendente de resultados que ha llevado a capturar a 20 de los 37 capos más buscados. Es indispensable usar más inteligencia, pero la inteligencia no se construye en el imaginario, ni surge sólo de una reforma administrativa o legal, o gastando más dinero. La inteligencia no es un instrumento mágico que permite evadir el conflicto y resolver el problema con acciones quirúrgicas rápidas y fáciles, como en las películas. Para tener el dominio de inteligencia, entre otras cosas, hay que recuperar autoridad en el terreno, depurar las corporaciones propias y controlar de verdad las prisiones.
4. Hay que negociar o acordar una tregua. Ésta es una de las formas más ingenuas, directas y desesperadas de pretender evadir el conflicto. Comenzó como una idea pragmática de sectores conservadores, pero ahora ha sido asumida incluso por algunos sectores de la izquierda. Más allá de las dificultades legales que implica, es impracticable. Lo que existe es, esencialmente, una guerra entre cárteles, por lo tanto el Estado tendría que convertirse en mediador y reconciliador de los criminales. Proponerse una negociación implica responderse estas preguntas: ¿cómo se negociaría?, ¿quiénes representarían al Estado y quiénes a los criminales?, ¿qué se negociaría?, y ¿cuáles serían las garantías para que unos tipos que decapitan, descuartizan y masacran cumplan su palabra? Cuando se habla de negociar se está confesando debilidad propia y se está reconociendo legitimidad a los criminales. Esa legitimidad criminal se convierte en autorización para que funcionarios y agentes de las instituciones de seguridad y justicia acepten colaborar con los delincuentes por temor o por dinero. Si “El Chapo” es como “Marcos” y el “Cártel de Sinaloa” es como los “zapatistas” no hay problema.
5. Hay que utilizar las tácticas disuasivas que utiliza Estados Unidos. Esta otra forma de evadir el conflicto está fundada en las ideas del académico Mark Kleiman, cuyas propuestas están basadas en el uso quirúrgico de la coerción contra los grupos más violentos. Estas ideas han servido para desarrollar diversos programas de seguridad por parte de académicos e instituciones policiacas en varias regiones de Estados Unidos y han tenido éxito en algunos casos, como en Boston (Boston Gun Project or Operation Ceasefire) y en St. Louis (Knock and Talk-Consenttosearch Project). Sin embargo, otros proyectos fundados en los mismos principios no pudieron demostrar su éxito —como fue el caso de programas similares en Los Ángeles y Atlanta—. Todos estos programas fueron desarrollados para aplicarse en zonas pequeñas y buscan el control del uso de armas de fuego por parte de jóvenes involucrados con pandillas, y no para el control de la violencia ejercida por organizaciones criminales regionales o nacionales, con “ejércitos” de sicarios fuertemente armados. Kleiman desarrolló su teoría con base a la realidad de Estados Unidos, donde existen instituciones fuertes y sólidas y donde no hay territorios en los cuales la soberanía del Estado esté cuestionada por los delincuentes. Estados Unidos es, además, la primera potencia policial y militar del planeta, posee un poder judicial que funciona, un sistema de prisiones que no está bajo control criminal y una elevada cultura de legalidad en los ciudadanos. En otras palabras, ni los programas experimentales ni las teorías que los sustentan fueron pensados para las selvas colombianas, las favelas brasileñas, el Petén de Guatemala, las maras de San Salvador, los barrios de Ciudad Juárez o los dominios del Chapo Guzmán en el triángulo dorado. Entre Estados Unidos y México existe un claro escenario asimétrico, México tiene más pobreza, menos fortaleza institucional, más corrupción, elevados niveles de complicidad social con los delincuentes y un sistema judicial particularmente débil y corrupto. El problema de Estados Unidos son las drogas y el de México es su propia seguridad. En algunas zonas de México los criminales están en tal ventaja que sin teorizar mucho han inventado una eficaz táctica disuasiva a la que llaman: “plata o plomo”.
6. Se debe perseguir sólo a los cárteles violentos. Esta premisa está de hecho cumplida en la realidad porque el gobierno actúa concentrando fuerzas sobre un grupo, avanza por partes y busca evitar combatir en muchos frentes al mismo tiempo; todos ellos son principios tácticos básicos de un plan, pero no son la estrategia. La meta estratégica es siempre desmantelar a todas las organizaciones criminales. Sería un error grave que por evadir el conflicto se combata sólo a una, mientras se deja funcionar a otras porque se las supone más “pacíficas”. A las organizaciones criminales se las puede dividir en dos grupos: las que son más violentas que corruptoras; y las que son más corruptoras que violentas. En Colombia consideraron que el cártel más peligroso no era el más violento de Pablo Escobar en Medellín, sino el de Cali porque era el que había penetrado más a las instituciones de seguridad. No existen organizaciones criminales pacíficas. Por lo tanto, la única diferencia entre estos grupos es cómo usan la violencia. Los violentos la usan de forma reactiva y son más visibles; los corruptores, por el contrario, la usan de forma más selectiva y tratan de ser menos visibles. Los segundos acumulan más fuerza y debilitan más al Estado, por lo tanto su violencia tiene más poder de intimidación.
7. Es un error fragmentar a los cárteles. En primer lugar, la fragmentación de los cárteles viene ocurriendo desde hace más de 15 años como resultado de sus propios conflictos y los cambios en el mercado internacional de drogas, y no sólo por los golpes que les han asestado los distintos gobiernos. Hace 30 años existían sólo dos grandes cárteles, ahora hay más de una docena con distintas capacidades. Todos han sido debilitados por la acción del Estado y, efectivamente, esto los empuja a fragmentarse más. Debemos suponer que quienes argumentan que su fragmentación es un error, consideran que es preferible que existan en México organizaciones criminales grandes, fuertes y monopólicas. Suena absurdo, pero así es. Por lo tanto, piensan que una amenaza a la seguridad nacional, que pone en riesgo la capacidad del Estado de proteger a la sociedad, es un peligro menor frente a un problema de seguridad pública. La fragmentación trae consecuencias, pero éstas son temporales y es una etapa inevitable para mejorar la seguridad. Es menos difícil perseguir pequeñas pandillas desde el ámbito local que combatir contra cárteles nacionales que poseen territorio, fuerza social, mucho dinero y miles de hombres armados. La conclusión de quienes sostienen que la fragmentación es un problema, lo digan o no, es que debió evadirse el conflicto y que lo mejor era no hacer nada.
8. Hay que legalizar las drogas. Bajo esta idea las drogas son la explicación al problema de seguridad que padece México, y en ese sentido el esfuerzo principal no debería ser el uso de la fuerza del Estado contra los narcotraficantes, sino la diplomacia contra los países consumidores. Es posible que dentro de una década se termine legalizando la marihuana, pero la legalización de la cocaína y las drogas duras con suerte quizás ocurra dentro de muchas décadas. Esto será así porque los países consumidores tienen instituciones fuertes, economías potentes y ciudadanos que creen en la ley y el orden, por lo tanto las drogas son un problema marginal para ellos. Los políticos de los países consumidores no arriesgarán jamás sus puestos frente a electores que en su mayoría rechazan las drogas, por muy racionales, lúcidos y morales que sean los argumentos sobre la legalización. Sin duda, ésta es una muy buena causa para organismos no gubernamentales, pero no para gobiernos. Además, la lucha diplomática no sirve para atender la emergencia de seguridad ni para reducir la densidad criminal y tampoco para resolver el problema de policías e instituciones de justicia corruptas e ineficaces. Sin resolver esos problemas ningún país puede aspirar a la consolidación de su democracia y su Estado de derecho. Sin embargo, proponer la legalización de las drogas es un buen argumento para evadir el conflicto.
9. Hay que priorizar el combate a otros delitos, no al narcotráfico. La base de esta otra idea para evitar el conflicto con el crimen organizado se sustenta en que el narcotráfico no le afecta a los ciudadanos; lo que sí padecen son los asaltos, los secuestros, las extorsiones, el robo de coches, etcétera. Lo que no se acepta es que todos estos delitos están vinculados al problema del narcotráfico ya que el crimen organizado debilita al Estado, corrompe a las policías y a la justicia, intimida a la autoridad local, crea poderes armados paralelos, empodera a los capos y crea una cultura criminal que se expande entre los jóvenes. El debilitamiento del Estado deriva, tarde o temprano, en incapacidad de éste para proteger a la gente. El narcotráfico destruye el sistema institucional que tiene a cargo la defensa de la sociedad. Esto implica que en última instancia los ciudadanos tendrían que aceptar a policías delincuentes (tal como ya había ocurrido) y que sus demandas sobre seguridad y justicia sólo las podrían resolver mediante arreglos con los capos y no a través de instituciones.
10. En todas partes hay policías corruptas y grupos armados. Efectivamente, en todos lados hay policías corruptos y gente armada, incluso criminales, pero, en este caso, el tamaño sí importa. No hay un Chapo Guzmán en Estados Unidos que aparezca en la revista Forbes; no hay más de 100 mil armas en manos de criminales en Reino Unido; no hay grupos armados ilegales en Holanda con el poder y el tamaño de los mexicanos y no hay policías de Nueva York, París o Madrid que tengan entre sus responsabilidades organizar el comercio ilegal de drogas y otros productos ilícitos. Incluso en países más pobres que México, como Nicaragua, que tiene una de las policías peor pagadas del continente —junto a su pequeño ejército— las autoridades no han permitido que ningún grupo criminal armado levante cabeza y les quite autoridad sobre el territorio. En efecto, hay corrupción en muchas partes, pero sólo en algunos países del mundo subdesarrollado la corrupción es considerada un valor funcional del sistema y se castiga muy poco. Lo que está en juego en este argumento es si México quiere seguir en el atraso reaccionario de su vieja cultura sobre la legalidad y la política, o si está dispuesto a enfrentar el conflicto que implica fortalecer a las instituciones y acabar con la cultura de la ilegalidad, para llegar a la modernidad y el progreso.
Necesidad de un culpable
y la teoría del avispero
En una sociedad basada en la desconfianza la primera pregunta no es ¿qué pasó?, sino ¿quién fue? En el debate sobre la seguridad en México hay algo de esto. La primera reacción de los analistas y estudiosos del fenómeno fue tratar de señalar un culpable, en lugar de tratar de explicar lo que estaba pasando. Es impresionante cómo tomó fuerza una idea intelectualmente tan pobre como la que estableció una relación de causa-efecto entre los operativos del gobierno federal y las capturas de capos con la violencia. La culpa del gobierno cobró carácter de verdad científica, con sólo presentar una relación mecánica entre algunos despliegues de las fuerzas federales o capturas de uno u otro criminal, con el aumento de la violencia en algunas zonas. Que la violencia aumente o se expanda cuando las fuerzas del Estado se hacen presentes en un lugar que tiene alta presencia criminal es lógico pero no se puede inferir de ello que el gobierno es el responsable del aumento de la violencia y, mucho menos, suponer que si no se hubiese hecho nada al respecto la sociedad estaría más segura. Por ejemplo, si hay una gran pelea en un bar y llega la policía, es probable que la violencia aumente por un momento hasta que la autoridad logre controlar el problema, lo que dependerá de muchos factores: cuánto tiempo llevaban peleando, qué armas tienen los violentos, qué tan profundos son los agravios, etcétera.
Señalar la relación causa-efecto en este caso sería una descripción y no un análisis. Si aceptamos como válida la relación operativos-capturas-violencia tendríamos que concluir, absurdamente, que si las fuerzas federales se retiraran de las zonas críticas y se dejara de capturar delincuentes la violencia terminaría. No se necesita ser muy sabio para concluir que la consecuencia de una retirada sería lo contrario, la violencia y el poder de los criminales crecerían.
Pero, además, la relación causa-efecto con que se ha intentado explicar la violencia no concuerda con la realidad, ya que en algunos casos de intervención efectivamente aumentó la violencia y ha mostrado resistencia a disminuir, en otros sólo aumentó temporalmente y luego descendió o se mantuvo con la misma tendencia, y en otros se redujo muy rápidamente. Por ejemplo, las intervenciones federales en Nuevo Laredo, Ciudad Juárez, Tijuana, Monterrey y Guerrero han generado una reducción de la violencia y los delitos. En Ciudad Juárez el resultado tomó años, en Monterrey varios meses y en Guerrero sólo unos pocos días, luego de iniciarse el operativo en octubre de 2011 (ver gráfica 1).
Lo que genera y explica la violencia no es la intervención del gobierno federal, sino la dimensión que tiene el fenómeno criminal. A mayor densidad criminal corresponderá, lógicamente, un mayor tiempo de persistencia de la violencia frente a los esfuerzos del Estado para restablecer el orden. Si capturamos a un capo que maneja una gran organización criminal existe la posibilidad de que su organización se fragmente y esto provoque violencia. Obviamente, esto quiere decir que el Estado necesita seguir atacando a los fragmentos que quedan y esto requiere más tiempo. Sería absurdo concluir que si capturar criminales poderosos genera violencia, lo mejor es sólo capturar delincuentes de poca monta. Conforme a esta teoría El Chapo Guzmán no debería ser un blanco de la justicia, y si por el azar fuese capturado tendría que ser liberado de inmediato para evitar problemas.
Es contradictorio pedir una solución integral a un problema que se reconoce como complejo y, al momento de explicarlo, caer en la simplificación analítica de que “la violencia la provocó o exacerbó el gobierno”. Los operativos del gobierno federal sólo destaparon una cloaca, el problema ya estaba ahí. Dejar de actuar porque habrá consecuencias en el corto plazo de nuevo nos conecta con la “aversión al conflicto”. Colombia enfrentó ascensos persistentes, pero temporales, de violencia resultado de operativos del Estado y de los arrestos de capos, pero sus gobiernos no retrocedieron y ahora su seguridad ha mejorado.
En sentido estricto, lo que el gobierno federal hizo fue “reaccionar” frente a los focos de violencia que iban apareciendo. Nunca decidió combatir en todas partes ni perseguir a todos los cárteles al mismo tiempo, simple y sencillamente porque no había capacidad para hacerlo. Las intervenciones de la Policía Federal y del Ejército fueron, en ese sentido, escalonadas y determinadas por lo que los criminales hacían. En conclusión, la idea de que el gobierno “alborotó el avispero” no hace sentido desde el punto de vista analítico y más bien parece un esfuerzo por buscar un culpable de cara a una opinión pública desconfiada. La violencia era inevitable por la existencia de una alta densidad criminal que desbordó en la violencia actual. En ese sentido, cualquier autoridad gobernante podría haber sido declarada culpable de actuar o de no actuar.
La guerra es esencialmente entre grupos criminales
El enfrentamiento principal —y el más violento— no es entre el Estado y los criminales, sino entre los mismos grupos del crimen organizado. Existen nueve guerras entre los distintos cárteles que están produciendo violencia en diferentes lugares del país. Esas guerras produjeron más de 45 mil muertes desde diciembre de 2006 hasta la fecha. De este total, casi 90% se cometen entre delincuentes, sin que la autoridad esté involucrada.
Los opositores a la política de confrontar al crimen organizado han llamado peyorativamente a ésta “la guerra de Calderón”. Pero como dijimos anteriormente, en sentido estricto, el gobierno lo que hizo fue reaccionar sobre una violencia que comenzó en los estados de Tamaulipas, Michoacán y Guerrero y que luego se extendió hacia Chihuahua, Sinaloa, Durango, Nuevo León, Baja California y otros estados.
El uso del término guerra es técnicamente correcto conforme a las nuevas teorías sobre conflictos,6 pero para la condición de México resulta políticamente inconveniente utilizarlo, ya que a partir del enfoque comunicacional del gobierno, del uso temporal del concepto guerra y de la extensión que cobró la violencia, los opositores y los medios dieron vida política a la “guerra de Calderón” y a la “guerra fallida”, muy a pesar de que, como ya señalamos, la mayor parte de la violencia no responde a una confrontación Estado vs. criminales, sino a grupos criminales entre sí. Human Rights Watch (HRW) cuestionó recientemente los datos sobre homicidios atribuidos a criminales. Con un argumento intelectualmente correcto, pero débil, sostiene que no se puede afirmar que el 90% de los homicidios han sido cometidos por criminales porque las instituciones no han realizado investigaciones judiciales que identifiquen a las víctimas y sustenten esta afirmación. Entonces la pregunta sería ¿quién cometió esos 45 mil asesinatos? Tenemos cuatro sospechosos: el crimen organizado, el Estado, la delincuencia común y los ciudadanos como resultado de violencia social.
Si bien no hay sustento judicial en los datos, y el gobierno deberá corregir esto en la medida en que se logre el fortalecimiento de las instituciones de seguridad y justicia, tampoco es aceptable el juicio político que esconde el informe de HRW al poner en duda cuál es el epicentro del conflicto en México. Cuestionar que se trata de una guerra entre criminales le daría base a la idea de que la violencia la generó el gobierno y por lo tanto daría lugar al juicio de la “guerra de Calderón”. En primer lugar, es importante señalar que estamos frente a un escenario que está produciendo una cantidad y calidad anormal de homicidios, por lo tanto no es fácil investigar todos los casos, como si estuviéramos investigando homicidios en Suecia, o con unas instituciones de policía y justicia como las británicas. Estamos hablando de un promedio de 800 homicidios por mes y casi 30 al día, en un país con graves deficiencias en sus instituciones. Si a esto agregamos que casi el 40% de éstos se concentra en tres estados y más del 60% en otros siete, el problema se complica mucho más.
En diciembre de 2009 HRW acusó a las policías de Sao Paulo y Río de Janeiro en Brasil de haber cometido 11 mil asesinatos en sólo cinco años (2003-2008). En 2010 denunció que los primeros seis meses de ese año estaban ocurriendo tres ejecuciones diarias en Brasil. En México no hay suficiente sustento para culpar al gobierno de un volumen similar al de Brasil. HRW documentó 24 ejecuciones extrajudiciales en México en cinco años. Esto es muy grave porque el Estado democrático debe evitar que estos casos existan y porque atenta, además, contra la propia estrategia de seguridad del gobierno y complica seriamente el trabajo de los policías y militares. Sin embargo, el dato tiene valor para establecer que HRW no encontró evidencias que le permitieran acusar al gobierno de México de tener relación con la inmensa mayoría de los 45 mil homicidios. Con que existieran unos cuantos cientos de ejecuciones extrajudiciales, se habrían filtrado muchas evidencias y el gobierno estaría siendo blanco, justificadamente, de un demoledor juicio político de la prensa, la oposición política y las organizaciones de la sociedad civil. Eso no está ocurriendo; lo responsabilizan de exacerbar la violencia, de abusos y violaciones aisladas a los derechos humanos, pero nadie se atreve a afirmar que las instituciones de seguridad estén matando miles de personas de forma sistemática como en Brasil.
¿Cómo podemos identificar que los homicidios responden a los conflictos entre criminales? Hay factores que pueden ser muy útiles como la reacción social, la forma de los homicidios, la localización, la sistematicidad, etcétera. De hecho, una parte considerable de las víctimas no son ni buscadas ni reconocidas por nadie. No hay datos confirmados, pero se habla de más del 40%. Con total certeza hay inocentes entre las víctimas, pero si lo dominante fueran personas inocentes la convulsión política y social por esas muertes sería de grandes proporciones. En una guerra los muertos que representan a los bandos no producen reacción social, pero la muerte sistemática de inocentes sí. Por ejemplo, cuando se encontraron las fosas de San Fernando donde fueron masacrados emigrantes por grupos criminales hubo una fuerte reacción social y política. En Colombia, muy a pesar del enorme apoyo que tiene el Ejército, se produjo el escándalo llamado de los “falsos positivos” por el asesinato de mil 741 inocentes que fueron presentados como guerrilleros. Los procesos judiciales abiertos involucran a más de tres mil miembros del Ejército.7 En democracia estos crímenes terminan, tarde o temprano, en un tribunal.
En México una parte de los homicidios son cometidos con un alto nivel de brutalidad y las ejecuciones representan el 80% de todas las muertes. La “muerte ejemplar” (decapitar, descuartizar y exhibir) es un código mafioso que utilizaron en el pasado policías, militares y escuadrones de la muerte en Centroamérica y Sudamérica, pero no hay antecedentes de ese nivel de brutalidad en México y tampoco hay antecedentes de “limpiezas sociales” con asesinatos sistemáticos a la escala que están ocurriendo ahora. El “exhibicionismo mortal” responde claramente al interés intimidatorio de los criminales.
Otro dato importante es que los homicidios y masacres están ocurriendo, precisamente, donde hay disputas por plazas y rutas entre bandas criminales, y esas guerras comenzaron antes de que tuviera más presencia la autoridad. En conclusión, no hay razones para pensar que el Estado sea el responsable de la mayoría de los homicidios. La evidencia judicial y la identificación de las víctimas es indispensable y debe demandarse, pero de ahí a concluir que dada la debilidad de las instituciones de justicia el sospechoso de los asesinatos podría ser el gobierno, hay un largo trecho por recorrer.
Teniendo en cuenta lo anterior, y dado que es difícil que una esposa celosa decapite al marido, que un asaltante descuartice a su víctima para robarle la billetera, que una pelea de borrachos acabe con uno de ellos colgado bajo un puente con una manta firmada por su enemigo, o que rivalidades deportivas o comunitarias se estén convirtiendo en homicidios sistemáticos, debemos concluir que el principal sospechoso de todas esas muertes sigue siendo el crimen organizado, independientemente de lo que diga HRW.
En conclusión, en México hay una cruenta guerra entre más de una docena de grupos criminales que se disputan rutas y plazas, en la cual el Estado se vio obligado a intervenir.
¿Son pacíficos los mexicanos?
¿Por qué miles de mexicanos decidieron armarse y enfrentarse contra otros mexicanos? ¿Cómo pudieron decidirse tan fácilmente a matar o morir? ¿De dónde surge esta violencia tan grande? No estamos hablando de volverse ladrones comunes, sino de construir o ser miembros de extensos aparatos criminales que tienen la violencia como eje de acción. No todas las sociedades tienen la violencia como primera opción de sus ciudadanos para dirimir conflictos o realizar “negocios”, incluso tratándose de criminales. Resolver diferencias personales, políticas, comerciales, comunitarias, familiares o de cualquier tipo usando la violencia es una característica cultural que precede a la formación de organizaciones criminales. Éstas sólo multiplican ese rasgo de la sociedad.
En otro buen libro titulado Tráfico de armas en México, de Magda Coss Nogueda,8 se aborda el tema de la cultura de la violencia en México. En el prólogo, escrito por Leonardo Curzio, me enteré de que en una discusión frente al poeta Pablo Neruda, los maestros Rivera y Siqueiros sacaron sus pistolas para tratar de imponer su opinión. En el mismo libro Magda Coss sostiene que “… en el México de los cuarenta, políticos y diputados no sólo cargaban pistola en la cintura para andar por las calles, sino que exhibían sus revólveres y en las sesiones legislativas las diferencias se subrayaban con un par de balazos”.9
La predisposición a la violencia no puede surgir de forma espontánea y no se puede explicar ni por la pobreza ni por las drogas ni por las armas, mucho menos por unos operativos de emergencia del gobierno. La disposición a la violencia es una construcción cultural histórica. Al respecto, Magda Coss nos dice: “Cuando la pérdida de vidas de manera violenta se convierte en algo usual, a menudo responde a una situación de repetida violencia estructural y cotidiana. La falta de posibilidades de desarrollo y de opciones no violentas para alcanzar posiciones o reconocimientos permiten que subculturas violentas como la del narcotráfico, las pandillas o el acoso escolar, ganen terreno y comiencen a verse como normales. Mientras la violencia no alcance desenlaces fatales, es tolerada e ignorada”.10 Posiblemente esto explique por qué comunidades enteras en distintas regiones de México han convivido durante décadas con organizaciones criminales armadas y altas tasas de homicidios.
Centroamérica es un ejemplo más claro de lo expuesto. El Salvador, Guatemala y Honduras forman la región más violenta del planeta, lo que contrasta con Nicaragua que es igualmente pobre y políticamente inestable, pero mucho menos violenta. La diferencia es que las tres primeras son sociedades con una cultura de violencia fuertemente arraigada, resultado de una historia de paramilitarismo, escuadrones de la muerte y formas privadas de violencia que el propio Estado promovía. En Nicaragua, por el contrario, el Estado no utilizó formas privadas de violencia, incluso durante la dictadura de Somoza. En los tres primeros países el Estado, al no establecer el monopolio de la violencia legítima, activó la violencia entre los ciudadanos y esto terminó convertido en rasgo cultural. En la ruta de la cocaína hay más de una decena de países desde Colombia hasta México. Cabe preguntarse por qué la violencia vinculada al crimen organizado sólo se vuelve brutalmente extrema en Colombia, México, Guatemala, Honduras y El Salvador. Igualmente, al mirar hacia más al sur, Perú y Bolivia producían cocaína antes que Colombia, pero la violencia ha sido más persistente en Colombia.
Para entender lo que está pasando en México es indispensable estudiar el mapa cultural de la violencia en el país. Es importante saber cuáles han sido los niveles de violencia social y delictiva de las zonas críticas a lo largo de la historia, cómo y en cuánto tiempo se gestaron las capacidades operacionales, organizacionales, materiales y, sobre todo, las morales de actores tan violentos. Esto nos llevaría a otras preguntas fundamentales: ¿Era posible continuar conviviendo con esa violencia potencial en un escenario de paz tan frágil? ¿A dónde hubiesen llevado la pasividad y la inacción? Es ingenuo pensar que organizaciones criminales con ingresos tan elevados y decenas de miles de armas podían convivir pacíficamente entre ellos y con el Estado si la autoridad se hacía de la vista gorda y no los molestaba. Lo que está pasando parece mostrar que ha llegado la hora de domar al “México bronco”, de educarlo para la paz y de acotar su violencia con la fuerza del Estado.
Factores que explican la violencia
Tal como señalamos al inicio, la violencia responde a un contexto donde se han combinado una multiplicidad de causas. Éstas coincidieron y produjeron una detonación que le tocó en suerte al actual gobierno, pero cualquiera que hubiera sido el presidente o el partido en el gobierno habría tenido que enfrentar esta crisis. Éste no es un problema de un gobierno, sino del Estado mexicano a todos sus niveles, incluyendo a toda la clase política y la sociedad civil en su conjunto. Algunos de los más importantes factores que se conjugaron en el tiempo y el espacio para producir el estallido de violencia fueron:
Colapso del modelo de seguridad anterior. La llegada de la democracia extinguió el modelo corporativo de “partido de Estado” que mantenía la seguridad a partir de un efectivo control social. Éste no requería de instituciones de seguridad y justicia fuertes y eficaces porque el control social producía mucha inteligencia y permitía actuar de forma preventiva. El fin del modelo trajo la pluralidad política, la independencia de los poderes, la división del antiguo PRI, el empoderamiento y la creciente autonomía de las organizaciones de la sociedad civil, la libertad de expresión, el poder de fiscalización de los medios y el fin del poder casi absoluto del presidencialismo. Estos factores crearon una sociedad completamente distinta que necesitaba de mayor fortaleza institucional, pero durante la transición el vacío de poder que dejó el viejo sistema en materia de seguridad fue llenado, en algunas zonas del país, por organizaciones criminales.
Extrema debilidad institucional. En 2006 la Policía Federal contaba con sólo 12 mil efectivos para un país de 112 millones de habitantes, en otras palabras, el Estado central no tenía un poder coercitivo con la fuerza y calidad suficientes para atender la emergencia. Las policías estatales y municipales no sólo no eran una solución, sino que constituían una buena parte del problema, ya fuera por corrupción estructural, cooptación criminal o simplemente por las debilidades estructurales que se reflejaban en insuficiencia numérica, malos salarios, falta de formación y de equipamiento adecuado, deficientes sistemas de inteligencia y ausencia total de confianza y reconocimiento social. A lo anterior hay que sumar una reducida capacidad investigadora del Ministerio Público, una elevada tasa de impunidad, inoperancia del sistema de justicia penal, enorme rezago en los juzgados, así como las carencias del sistema penitenciario federal y estatal, que tiene una enorme sobrepoblación y problemas serios de corrupción. El resultado de la combinación de todos los factores hasta ahora es, por un lado, un ambiente permisivo para las organizaciones criminales y, por el otro, de indefensión casi total de la sociedad frente a la delincuencia. Los intentos y propuestas previos a 2006 para fortalecer estas instituciones fueron siempre parciales, aislados, de breve duración y sin respaldo presupuestal adecuado. Por lo tanto, la velocidad de fortalecimiento de las organizaciones criminales rebasó, por mucho, la de los dispersos e insuficientes cambios en el entramado institucional.
Cultura de violencia y disponibilidad de armas. No basta que haya disponibilidad de armas, lo fundamental es que esa disponibilidad se combine con ciudadanos determinados a utilizarlas, para delinquir, para defenderse, para resolver diferencias o, simplemente, como símbolo de respeto. Magda Coss nos dice que “en el año 2004 se cometieron en México 11 millones 810 mil 65 delitos; en el 40% de ellos el delincuente portaba un arma de fuego, mientras en el 31% de los casos la víctima fue agredida con un arma”.11 También cita Coss un reportaje del periódico El Universal de noviembre de 2008 donde dice que “el 55% de los alumnos de bachillerato a nivel nacional aseguraron que en sus escuelas al menos uno de sus compañeros ha llevado armas a la escuela”,12 y ese dato aumenta en los estados con mayor violencia. Agreguemos a esto la facilidad con que a partir de 2004 fue posible adquirir en Estados Unidos armas de guerra y el resultado será tal como lo señala Coss: “un cambio en los códigos de conducta y en los hábitos de los integrantes del crimen organizado”.13 Esas armas más poderosas los volvieron más peligrosos, más amenazantes y más violentos.
Elevado nivel de complicidad social. Esto ocurre como resultado de dos factores: la fortaleza de la economía ilegal frente a la debilidad de la economía formal en determinados lugares, y la poca importancia que los ciudadanos le asignan a la ley. Malcolm Beith en el prólogo de su libro El último narco,14 hablando sobre Badiraguato, la tierra del Chapo Guzmán, dice que allí “cerca del 97% de los residentes en el campo trabajan en el tráfico de drogas de una u otra manera. Desde los campesinos y sus familias —incluso niños— que cultivan marihuana y amapola para el opio, hasta los jóvenes armados que se encargan de tareas desagradables, los conductores y los pilotos que transportan el producto así como los políticos y policías locales: casi todo mundo está involucrado”.15 Esta descripción de Beith se repite en muchos otros lugares. Otra modalidad de complicidad social muy común son las empresas y/o personas que aceptan pagos de grandes sumas en efectivo por propiedades, vehículos, aviones y artículos de lujo. Unos se involucran por codicia, otros por temor, otros por necesidad y otros porque no conocen otra ley que no sea la de los criminales.
Cambios en el mercado de drogas. Tres factores han tenido incidencia sobre el aumento de la violencia desde el punto de vista del mercado: en primer lugar, el cambio de ruta de la cocaína, que dejó de transitar desde Colombia a Estados Unidos por el Caribe, y comenzó a moverse hacia el norte vía Centroamérica y México. En segundo lugar, la reducción en el consumo de cocaína en Estados Unidos y el aumento de la producción de marihuana en ese país; y, en tercer lugar, el aumento del consumo de drogas en México y la consiguiente aparición de redes de narcomenudeo. El cambio de ruta convirtió el narcotráfico mexicano en un negocio multimillonario, esto atrajo nuevos jugadores y abrió una competencia salvaje que se agudizó con los cambios en el mercado de la marihuana y cocaína en Estados Unidos. A este ya agravado escenario se agregó una nueva y también brutal lucha por algunas plazas de narcomenudeo.
La seguridad depende del monopolio
de la violencia legítima
Son fuertes, sólidas y universalmente reconocidas las corrientes académicas que sostienen que para que haya Estado la primera y más importante condición es que exista el monopolio y control de los instrumentos de coerción dentro de las fronteras de un país (Weber, Tilly, Guidens, Fukuyama y muchos otros). Es decir, que en última instancia la autoridad del Estado descansa en la capacidad de usar la violencia legítima. El monopolio de la violencia es la principal característica del Estado moderno. Conforme al estudio de Janice Thomson,Mercenarios, piratas y soberanos, fue “el desarme de actores transnacionales no estatales lo que marcó la transición de la heteronomía hacia la soberanía y la transformación de los Estados en sistemas estatales nacionales”.16 Durante la era medieval, dice Thomson, la violencia estaba “democratizada, comercializada e internacionalizada”,17 existían múltiples actores no estatales que ejercían la violencia guiados por intereses propios dentro y afuera de las fronteras de los países. Los soberanos contrataban piratas, corsarios y mercenarios para llevar adelante las guerras y dominar territorios y mares.
En la actualidad, la existencia de múltiples actores capaces de ejercer autoridad usando la violencia dentro de un territorio supone la existencia de un Estado débil. Ésa es la situación en algunos países africanos como la República del Congo, Somalia, Sudán, Angola, Sierra Leona, Liberia y otros. Esto es lo que estaba y está presente en Afganistán y por ello Al Qaeda pudo establecer allí su principal base. La debilidad de un Estado en el ejercicio de la autoridad sobre su territorio deja en manos de grupos armados recursos estratégicos y facilita la realización de negocios ilícitos, abriendo las puertas a la formación de potentes organizaciones criminales, al desarrollo de persistentes guerras internas y al posible surgimiento del terrorismo, en suma, a una violencia e inestabilidad crónicas y al riesgo de convertirse en un Estado fallido. Cuando el Estado central es débil, la competencia por el monopolio de la coerción entre distintos grupos armados criminales, nacionalistas, religiosos o insurgentes termina volviéndose inevitable.
1. Poder financiero. Resultado del control de uno o varios negocios ilícitos, ya sean armas, drogas, trata de personas, productos piratas, gasolina, vehículos robados, entre otros.
2. Fuerza social. A partir de que emplea personas para sus negocios ilícitos y las convierte en redes de colaboradores para sus actividades delictivas.
3. Cooptación, penetración o sustitución del Estado. La combinación de los dos factores anteriores le permite tomar control de la autoridad local a través de dinero o intimidación.
4. Dominio territorial. En tanto sus actividades requieren del control de rutas, plazas, retaguardias o áreas de producción, el dominio del territorio se vuelve indispensable. Las prisiones, los aeropuertos, las fronteras y otros lugares estratégicos también son parte de sus objetivos a dominar.
5. Poder armado. Dado que no puede dirimir diferendos en tribunales, necesita crear un poder armado para intimidar en su espacio de control y para defenderse de otros grupos criminales y del Estado.
6. Interconexión global. El poder financiero proviene de estar conectado con mercados externos que le permiten tener una muy alta rentabilidad en sus negocios ilícitos. Por ejemplo, las metanfetaminas producen ganancias del 1000%.
7. Empoderamiento cultural. Son los componentes religiosos, símbolos, música y códigos culturales que reproducen la superestructura del fenómeno criminal. Narcocorridos, Santa Muerte, Virgen de los Sicarios, Omerta o ley del silencio, por ejemplo.
8. Poder político. Sostiene Fabio Armao, académico de la Universidad de Turín, Italia, que una empresa criminal tiene poder político cuando: “es capaz de disputarle al Estado el monopolio de la violencia en una parte del territorio”.18 A partir de esto, Armao habla de la existencia de bolsones de soberanía (“cluster of sovereignity”) bajo control de grupos criminales.
Cuando el crimen organizado logra su mayor nivel de desarrollo adquiere cuatro características esenciales: segunda generación de sus miembros, capitales legalizados, violencia subterránea y representación política. Éste es el nivel que llegó a alcanzar en Italia luego de varias décadas y lo que estuvo a punto de ocurrir en Colombia. La guerra de los cárteles colombianos contra el Estado fue señalada por algunos como la lucha de una nueva clase por ser socialmente reconocida. El punto, entonces, es si una sociedad está dispuesta a aceptar grupos de poder que tienen el recurso intimidatorio armado para imponerse sobre el resto de la sociedad. Ya sabemos que siempre habrá delincuentes, pero el Estado no puede permitir que existan poderes armados que le disputen autoridad y por eso resulta fundamental que asegure el monopolio pleno de la violencia legítima. La razón final de la violencia es la ausencia de autoridad, porque sin autoridad el caos es lo único que está garantizado. Sólo la autoridad del Estado democrático puede garantizarle a los ciudadanos derechos, seguridad y paz.
El problema de Colombia hasta hace pocos años era, en esencia, la incapacidad del Estado para mantener el monopolio de la violencia en extensas regiones de su territorio. Durante décadas el Estado colombiano no se ocupó de este control, de hecho, hacia los años sesenta hubo intentos incluso de formación de repúblicas independientes, la más conocida fue Marquetalia bajo control de Jacobo Arenas y Manuel Marulanda (Tirofijo). En esos espacios vacíos de Estado proliferaron diversidad de grupos armados compuestos por al menos cinco grupos guerrilleros, decenas de organizaciones paramilitares, grandes cárteles de narcotraficantes y todo tipo de bandidos armados. A pesar de que todos esos criminales tenían negocios ilícitos millonarios, Colombia se convirtió en el país con la mayor cantidad de secuestros y extorsiones del planeta. El delito común se disparó resultado del caos, la violencia se volvió endémica, llegó con fuerza a Bogotá y terminó amenazando seriamente la vida de la elite económica, política e intelectual del país. Por otro lado, la identidad del país sufrió daños muy severos a partir de la relación entre Colombia y violencia.
La violencia en Colombia no se redujo, ni con paramilitarismo, ni con guerra sucia, ni con disuasiones, ni con negociaciones, ni dejando de perseguir capos. Los colombianos ensayaron de todo, desde una cárcel especial para Pablo Escobar, hasta concederle una zona de distensión a las FARC de 44 mil kilómetros cuadrados en 1998. La violencia sólo comenzó a reducirse cuando el Estado se decidió a recuperar, por la fuerza, los territorios que estaban en manos de cárteles, paramilitares y narcoguerrilleros. Establecer el monopolio de la violencia legítima por parte del Estado implicó para Colombia un largo proceso (que aún no termina y lleva más de 30 años), un difícil aprendizaje sobre la relación entre derechos humanos y legitimidad de la fuerza, un gran sacrificio en vidas y un enorme esfuerzo de reconstrucción institucional y ampliación del poder coercitivo del Estado.
Tan sólo entre 2003 y 2006 se desmovilizaron un total de 31 mil 664 efectivos armados pertenecientes a grupos guerrilleros y paramilitares,19 a la fecha esta cifra debe haber sobrepasado los 60 mil. No se trató solamente de un problema de drogas, como muchos piensan. Lo fundamental fue la recuperación de la autoridad del Estado en todo el país. Las fuerzas militares y policiales de Colombia crecieron exponencialmente en la última década hasta convertirse en el Ejército más numeroso del continente, con 431 mil 253 efectivos, que incluye una policía nacional de 145 mil 871 miembros.20 El cansancio por la violencia condujo, gradualmente, a un consenso mayoritario y un gran soporte nacional, primero para perseguir y desmantelar a los cárteles del narcotráfico y luego para derrotar a las narcoguerrillas. No se demandó el fin de la violencia, sino el sometimiento de los violentos.
Guatemala, por el contrario, ha sufrido un proceso inverso al colombiano ya que su poder coercitivo ha ido disminuyendo en los últimos años, resultado, en gran medida, de la liberalización económica que trajo un aumento de la seguridad privada, y una reducción dramática en el presupuesto estatal destinado al Ejército y la policía. Con ello, el Estado perdió capacidad para mantener el monopolio de la violencia en el territorio. Hoy en día, en Guatemala, las empresas privadas de seguridad son tres veces más grandes que los 35 mil elementos del Ejército y la policía juntos;21 la reconstrucción, calificación y multiplicación del poder coercitivo parece ahora una tarea casi imposible.
Otro ejemplo es Brasil, donde el gobierno ha debido reconocer que en las favelas de Río de Janeiro el Estado se ha ausentado durante más de 40 años, ese vacío de poder fue llenado por pandillas criminales armadas. Motivados por el reto de mejorar la seguridad antes del Mundial de Futbol de 2014, los gobiernos (federal y locales) se han propuesto recuperar su autoridad en las favelas, colocando de forma permanente a las unidades de policía pacificadoras.
México necesita tener en cuenta este conjunto de experiencias y decidir si quiere fragmentar su territorio y soberanía aceptando convivir con ejércitos criminales o si, por el contrario, desea asegurarse una paz sólida a futuro estableciendo el monopolio legitimo de la violencia del Estado en todo el país. El dilema está planteado entre creer ingenuamente que existen formas de convivencia pacífica con grupos criminales armados, o aceptar que es indispensable confrontarlos para tener una sociedad en paz.
El problema no son las drogas, sino tener la casa en orden
Se habla de “guerra perdida” porque erradamente se piensa que la lucha de México es por combatir el narcotráfico, cuando de antemano se sabe que eso no es posible, porque mientras haya demanda existirá oferta. La lucha es en realidad por mejorar la seguridad de los mexicanos. El combate al narcotráfico es, en ese sentido, una consecuencia de la lucha por la seguridad interna, que es la tarea principal. Según Sergio Jaramillo, ex viceministro de Defensa del gobierno de Álvaro Uribe y actual alto asesor para la Seguridad Nacional del presidente Santos, en Colombia “la seguridad no es un problema de legalizar o combatir a las drogas, sino de tener la casa en orden”.
Usemos un ejemplo para explicar mejor la idea anterior. Imaginemos que el crimen organizado y las drogas son un peligroso virus que puede llegar a cualquier país de forma inevitable. Al llegar a Europa Occidental el virus se enfrentará con gente saludable, ciudadanos organizados y responsables y sistemas de salud eficaces desplegados con personal y medicinas por todo el territorio. El virus, no hay duda, causará algún daño pero no será relevante. Bien, ahora imaginemos que ese mismo virus llega a Latinoamérica y África donde hay mucha gente en extrema pobreza, con bajos niveles de organización, ignorancia y conductas irresponsables, donde además los sistemas de salud son ineficientes y no se cuenta con el despliegue territorial adecuado y existe escasez de medicinas y personal. Sin duda los efectos del virus serán letales y harán estragos. Lo mismo ocurre con la seguridad y, efectivamente, como lo afirma Jaramillo, el problema no son las drogas, el problema es tener la casa en orden.
Tener la casa en orden implica que el Estado posea las instituciones de seguridad y justicia con la dimensión y calidad necesarias para enfrentar las amenazas del presente y que los ciudadanos interioricen el valor de la ley y el orden. La seguridad no mejorará si se buscan excusas intelectuales para seguir manteniendo a las mismas instituciones ineficaces de justicia y las mismas policías fragmentadas, desorganizadas, débiles, impopulares, corruptas y cínicas que han protegido a criminales bien armados, organizados y populares. Con drogas o sin drogas la transformación de la seguridad y la justicia es una tarea indispensable e impostergable de la democracia.
El debate debería ser sobre posiciones progresistas
Indiscutiblemente, la estrategia del gobierno federal no es perfecta y requiere un esfuerzo de revisión y mejora constante, pero está asentada en cuatro pilares que no admiten discusión y cualquiera que gobierne a México necesitará continuarlos: reducir al máximo la densidad criminal, recuperar autoridad sobre los territorios que están en situación crítica, fortalecer las instituciones de seguridad y justicia y alentar cambios cívicos en la conducta de los ciudadanos. Vale decir que de esto último es todavía poco lo que se ha avanzado. Sin duda hay mucho que cuestionar pero, con las excepciones del caso, quienes han asumido la crítica a la lucha contra el crimen organizado utilizando la violencia como bandera, en vez de presionar para que la modernización y el cambio en seguridad y justicia vayan a fondo, se han colocado en una posición conservadora. Sin decirlo claramente, asumieron la defensa de un statu quo que da ventaja a los criminales frente a los ciudadanos. Este ensayo es un intento para colocar la discusión en un terreno más progresista, señalando que los puntos centrales del debate no están en cómo administrar el crimen, sino en cómo construir Estado y ciudadanía. n
Joaquín Villalobos. Ex miembro del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Consultor para la resolución de conflictos internacionales.
1 Jorge Castañeda, Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos, Ed. Aguilar, 2011.
2 Colombia tiene muchas guerras en su historia. Aqui se considera el espacio de tiempo que va del final del gobierno de Belisario Betancourt, en 1985, hasta el presente. Como en todas las guerras los datos sobre víctimas son inciertos. Sobre muertes, Mauricio Romero sostiene que en los noventa hubo un promedio de 25 mil muertes por año (Paramilitares y Autodefensas, Editorial Planeta, 2003). Datos similares proporcionan otras fuentes. Sobre desplazados el dato más bajo es de 800 mil, pero Naciones Unidas (ACNUR) registra tres millones 672 mil 54 desplazados.
3 Jorge Castañeda op. cit., p. 165.
4 Datos obtenidos de la página en internet de la presidencia de la República: http://www.presidencia.gob.mx/el-blog/falso-que-la-caida-de-los-capos-origine-la-violencia/#more-65690
5 Gráfica obtenida del artículo de Alejandro Poiré y María Teresa Martínez, “La caída de los capos no multiplica la violencia. El caso de Nacho Coronel”, nexos, núm. 40, mayo, 2011, pp. 24-26. Las líneas punteadas de color las agregó el autor para enfatizar las tendencias.
6 Mary Kaldor los llama “Nuevas Guerras” y Paul Collier y otros académicos los llama “guerras con agenda económica”.
7 Reportaje sobre “falsos positivos”, periódico El Tiempo Bogotá, 21 de noviembre de 2011.
8 Magda Coss Nogueda, Tráfico de armas en México, Grijalbo, 2011.
9 Ibíd., p. 155.
10 Ibíd., p. 62.
11 Ibíd., p. 46.
12 Ibíd., p. 143.
13 Ibíd., p. 79.
14 Malcolm Beith, El último narco. Chapo, Ediciones B, 2011.
15 Ibíd., 22.
16 Janice Thomson, Mercenaries, Pirates and Sovereigns, Princeton University Press, 1996, p. 4.
17 Ídem.
18 Fabio Armao, Organized Crime´s Chalenge to Sovereignty: A European Perspective, Power Point Presentation, George Washington University, mayo 8,2011.
19 En las entrañas de la desmovilización. Un grito de esperanza, Departamento Administrativo de la Presidencia de la República de Colombia, 2007, p. 156.
20 “Pie de fuerza militar llegó a su techo”, El Tiempo, 30 de enero de 2009.
21 Patricia Arias, Seguridad privada en América Latina, FLACSO, Chile, 2008, p. 53.